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domingo, 29 de septiembre de 2013

Sermón décimo noveno domingo después de Pentecostés IEL Betania-Pastora Lydia Morales

Sermón décimo noveno domingo después de Pentecostés
IEL Betania-Pastora Lydia Morales
Texto: Lucas 16:19-31 Ciclo C
29 septiembre 2013


¡Gracia y paz de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo!

De todos los refranes que aprendí con mi madre,
hay uno que siempre invita a la reflexión.
Dice: siéntate a la orilla del río y verás pasar
el cadáver de tu enemigo.

No se trata de una venganza. Se trata
de que uno coja las cosas con calma.

En la vida hay que también aprender a ser paciente.

Cuando uno es joven, tiende a ser más impetuoso.
Aún así hay que aprender a esperar.

Sentarnos a la orilla del río, es estar en calma
y permitir que la vida tome su rumbo;
una en la que cada cual asume
su responsabilidad ante ella.

Esperar-por qué?-esperar- ¿para qué?
Porque hay cosas que necesitan “cocinarse”,
requieren tiempo.
Porque hay un tiempo para todo,
como nos dice Eclesiastés capítulo tres.

Porque Dios no sólo trabaja con uno, sino
que trabaja y obra en el corazón de cada persona.

Para qué hay que esperar?
Para dar espacio a la justicia divina.
Porque el tiempo nuestro, no es igual
al tiempo de Dios.

La parábola que se nos presenta hoy, nos habla
de un hombre pobre, que se sentaba frente a la
puerta de la casa de un rico, a esperar
que cayera algo de la mesa
para poder alimentarse.


El relato no menciona el nombre del rico,
pero sí nos dice que este hombre pobre,
se llamaba Lázaro.
Lázaro en el idioma arameo significa:
“Dios ayuda”.

Este relato nos dice que el hombre rico
estaba cubierto con ropa fina; mientras que
el hombre pobre estaba cubierto de llagas.

Ese hombre tuvo la oportunidad de ayudar
a Lázaro, pero no lo hizo.
Fue insensible a sus necesidades,
principalmente la de su alimentación.

Fue indiferente a su situación de vida.
Y- qué pasó?

Lázaro “vió pasar el cadáver de su enemigo”.
El que no tuvo sensibilidad ni compasión,
luego quiso que Lázaro se le acercara
para ayudarlo a él.

Como diría Rubén Blades:
“La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida…”

Esta parábola reta nuestra sensibilidad.
Desafía nuestro sentido de compasión y
solidaridad.

¿Verdaderamente tenemos un proyecto
que atiende al prójimo en necesidad?

¿Qué hacemos con los Lázaros
que encontramos en las calles?
¿Le saludamos y le brindamos una sonrisa,
o le miramos por encima del hombro?

¿Qué nos ensena la parábola de hoy?
La parábola de Jesús nos pregunta cómo invertimos en la vida,
en nuestras vidas. 
Nos dice que “el hombre rico no 'invirtió' su vida en
los mandamientos de Dios.
Por ello, no pudo ver al Cristo que estaba ante sus puertas, en la forma de un Lázaro, un Dios que ayuda.

Invertir significa dar la vida, servir al que nos interpela en su
sufrimiento y abandono.
De la misma manera en que Dios 'invirtió' su propia vida en nosotros,
a fin de que tengamos vida en abundancia”.

Pablo lo afirma en su carta en 1ra. de Timoteo,
“Nada trajimos a este mundo y nada podremos
llevarnos. Si tenemos qué comer y con qué
vestirnos, podemos considerar que hemos
encontrado la dicha”.

Y ante la situación de vida que tenemos socialmente,
ante las injusticias y ante el mundo e ilusión
creado por la economía de consumo,
las aseguradoras y corporaciones,
somos llamados a “pelear la
buena batalla de la fe”.

La sociedad nos lleva por un lado,
pero Dios en Cristo nos conduce por otro camino.

Pablo nos aconseja “a llevar una vida de rectitud,
de devoción a Dios, de fe, de amor,
de constancia y de humildad de corazón”.

Esa es la mejor armadura, para enfrentar
la batalla de la vida.
Es necesario que no olvidemos lo que dice
Pablo a Timoteo: que Dios en Cristo
hará las cosas en su tiempo.

El mundo de Dios “es radicalmente diferente
al mundo de injusticia y sufrimiento innecesario”.
“Una mala inversión conduce a la insensibilidad
y ceguera”.

En el dominio de Dios la inversión de la vida
es radical.
Sólo Dios salva, y esa salvación está

siempre ante nuestras puertas.

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